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El niño de la curva
Los fabricantes de motos leen el mercado en busca de su próximo éxito comercial. En los últimos años hemos experimentado el auge del fenómeno café racer o la transformación de motocicletas. Poco han tardado las marcas en sacar modelos de corte clásico o heritage, o directamente animan al cliente a un proceso de personalización a través de productos de su catálogo. A base de ganar dinero, han ido aprendiendo que la rentabilidad puede continuar más allá de la venta de la moto.
El mercado español es un poco peculiar, quizás debido a nuestro retraso atávico respecto a la industria europea y mundial, fruto de años de aislamiento y de unas políticas proteccionistas obsoletas y contraproducentes. La industria española de la moto es hoy residual, pero eso da para otra columna. Con la apertura del mercado español a las motos extranjeras, en España vivimos durante los años 80 y 90 un fenómeno en el que la moto más potente era la mejor. Estaban las R, las F, las BMW y alguna italiana. Se usaban para lo mismo. Las trail estaban gestándose aun. No había una oferta de modelos como la actual, pero ni las carreteras eran las de ahora, ni tampoco había más de tres o cuatro circuitos en los que estripar tu fierro.
En 2020, empezando por Girona y hasta Huelva, no hay una sola provincia del litoral español sin su circuito de velocidad. Súmese los de interior: Navarra, Motorland, Albacete, Alcañiz, Jarama, etc. España es un país de turismo y ocio, destino de turistas de todo el mundo. Con este panorama de circuitos, idílico hace tan solo veinte años, hoy en día el mercado de las motos deportivas se muere. Las causas son numerosas, pero lo más elemental es que son motos que no tienen sentido en carretera abierta, desde un punto funcional y normativo.
Es evidente que ese tipo de motos no son rentables para sus fabricantes y sin embargo siguen produciéndose. Son la punta de lanza tecnológica de las marcas, que muestran en ellas sus avances en I+D que más tarde emplearán las motos de producción masiva. A cambio, sus precios de venta son cada vez más elevados, con versiones exquisitas en cuanto a componentes pero inalcanzables para los mortales.
Mientras, los aficionados a rodar en circuito tienen que buscar máquinas en el mercado de segunda mano, darlas de baja y liberarlas de todo aquello que, inúltil en pista, supone un lastre. Es una sinrazón que, habiendo demanda, los constructores solo fabriquen a modo de escaparate y para una minoría pudiente que en pocos casos rodará en su hábitat, los circuitos.
La idea es que las motos R se puedan comprar con o sin matricular. Nada varía para las que se matriculan: mismo proceso de homologación, matriculación, seguro, etc. Pero sin matricular, una R se puede ahorrar el catalizador (su peso y los metales preciosos que contiene, amén de la merma de potencia), faros, pilotos e intermitentes, soporte de matrícula, espejos retrovisores, asa de pasajero, asiento trasero, estriberas traseras, pata de cabra y seguro que me olvido algo. Tampoco tendría por qué venir decorada, en blanco racing, que ya las rotularán sus propietarios con su empresa, marca o piloto favorito. Los carenados pueden ser de simple fibra. Supone un ahorro en piezas que no tiene un valor añadido, mientras que las marcas pueden seguir mostrando su tecnología más avanzada, para captar clientes y demostrar que su moto es la mejor en circuito. A partir de ahí, e igual que con las café racer, se puede vender a los clientes infinitas mejoras en sus componentes, con la rentabilidad extra que aporta cada venta.
Uno no duda que aumentaría la venta de motos R, así como el deporte de base. Con motos más sencillas y reglamentos más sencillos sería el talento el que accediera a las pistas, y no solo el talento adinerado. Nuevas motos, nuevos reglamentos, nuevas carreras. Un win win.
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